Examinarse a sí mismo


“Cada cual examine su propia conducta; y si tiene algo de qué presumir, que no se compare con nadie” (Gálatas 6:4)

El camino de la condena sigue siempre el mismo patrón. Alguien considera que está en su derecho de juzgar y emite opinión por la conducta ajena y realiza acciones para que el pecador sea condenado. La mayoría de las veces, se asume una actitud de superioridad moral al señalar el pecado ajeno. Quienes actúan de esa forma, olvidan su propia condición. De hecho, muchos precisamente acusan, para no ser acusados ellos. Una forma sutil de esconder sus propias faltas.

El apóstol con una sabiduría que es propia de Dios, señala de manera taxativa que el cuarto paso en la restauración del pecador, no consiste en compararse con el que ha caído, sino examinar la conducta propia. Si se es honesto, entonces, no tendremos nada que presumir porque todos sabremos, sin lugar a dudas, que probablemente, no hemos cometido el pecado de nuestro hermano, pero, sin duda, somos culpable de otro. Lo que nos deja a ambos en igualdad de condiciones.

Tristemente el ejercicio preferido de muchos llamados cristianos es compararse con otros. Habitualmente dicha comparación va precedida de un gran “YO”. “Yo no soy como él o ella”; “Yo voy a la iglesia”; “Yo conozco a Dios, no como ese pagano”; “Yo no hago lo que él hace”; y podríamos seguir, con esos “yo”, que contaminan toda nuestra comprensión de la realidad lo que nos lleva a ser críticos, mordaces, implacables, desconsiderados, y faltos de empatía con otros.

Examinarse a sí mismo es un ejercicio de honestidad. Es mirarse en el espejo de Cristo para entender que todos somos imperfectos, que nadie tiene derecho a compararse con otra persona, porque todos, sin excepción estamos en la misma condición de necesitados.

“Aquellos que critican a los demás revelan a menudo sus propias carencias” (Shannon L. Alder)

Copyrigh: Dr. Miguel Ángel Núñez. Del libro inédito: Reflexiones al amanecer

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