“Con la alabanza de los pequeños, de los niñitos de pecho, has construido una fortaleza” (Salmo 8:2)
Me pregunto qué dirán los inquisidores del pensamiento y los guardianes de la alabanza ajena al leer este versículo. Niños pequeños y aún bebés de pecho alabando. ¿Cómo es eso posible? Eso rompe con los paradigmas que a menudo manejamos. Cuestionamos que un niño tenga la capacidad de entender qué significa alabar a Dios, hemos convertido la alabanza en una suerte de “dogma” que sólo la imaginamos dentro de un protocolo tan ordenado y carente de vida, que el sólo pensar en un niño de pecho alabando a Dios nos resulta casi imposible de pensar, pero no para el salmista David que no duda en ponerlos como protagonistas de la alabanza.
Algunos comentaristas sugieren que “niños” y “bebés de pecho”, que menciona el texto son metáforas usadas por el salmista para exponer la situación de aquellos que se contentan con la contemplación y no van más allá de eso, algo que parece sugerir Cristo cuando dice: “Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Sin embargo, nada en el texto nos hace suponer esto, está hablando literalmente de niños y bebés, precisamente, porque entiende que la alabanza no es privativa de adultos que cognitivamente es de esperar que entiendan lo que hacen.
¿Qué hacen los niños que los hace tan especiales, en este texto, en el contexto de la alabanza?
Pues son ellos, auténticos, sin máscaras, sin aprendizajes que les impidan expresarse con naturalidad. Sin estereotipos aprendidos. Sin haberse contaminado con prejuicios culturales, que en el caso de la alabanza, sólo entorpecen. Aún recuerdo el dilema que tenía con mis hijos pequeños, me sentaba al piano y me ponía a tocar alguna melodía o tomaba la guitarra y comenzaba a rasguear algún himno o cántico, e invariablemente, se ponían a aplaudir, felices, en ocasiones saltaban al ritmo de la música, simplemente, porque eran niños, sanos, sin prejuicios, naturales, limpios, sin ataduras artificiales. Luego, íbamos a la iglesia, y tenían que estar quietos, no se les permitía cantar con alegría, ni aplaudir, ni moverse... y a eso se le llamaba “reverencia”. ¡Qué difícil! En la casa, alegría, jolgorio y alabanza. En la iglesia, funeral, formalismo y apatía. Fue una larga lucha para que entendieran que lo realmente reverente era actuar con naturalidad y no con camisas de fuerza.
Del libro inédito Salmos de vida - 1
Copyright: Miguel Ángel Núñez
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