¿Juzgar?



¡El Señor juzgará a los pueblos! Júzgame, Señor, conforme a mi justicia; págame conforme a mi inocencia” (Salmo 7:8)

Anadie en su sano juicio le gusta ser juzgado. Un juicio, en una corte, es un lugar intimidante. Un juez, fiscales, abogados defensores, actuarios, policías y todos los que allí están para acusar, condenar o absolver. No importa qué haya hecho una persona, sea inocente o culpable, un juicio produce una sensación de vulnerabilidad enorme, se está ante el arbitrio de un juez y de un cúmulo de leyes y recovecos legales. Es imposible no sentir la presión estando en un juzgado. Por esa razón no es extraño que muchas personas sufran de ataques cardíacos, picos de ansiedad o molestias físicas, cuando son citadas a un tribunal, por la razón que sea, incluso de testigos.

Sin embargo, el versículo muestra a una persona totalmente tranquila al presentarse al juicio, al contrario de lo esperable, lo solicita. Pide con urgencia ser juzgado. ¿Qué? ¡Es una locura! Claro que lo es cuando medimos el juicio de Dios conforme a los cánones humanos.

¡Bendito sea Dios cuando él es el juez! Menos mal que ningún ser humano está en el juicio para actuar como juez o fiscal. Es Dios mismo quien dirige el juicio. Lejos de apesadumbrarnos o asustarnos, debería darnos alegría, porque a diferencia de cualquier juzgado humano, Dios es juez y parte. Juez, porque determina y dictamina el resultado del juicio, pero a la vez es parte, porque ofreció a su propio hijo como garantía de imparcialidad, para que todo aquel que en el crea no se pierda y tenga vida eterna (Juan 3:16). ¿No es hermoso?

Por esa razón, una de las frases favoritas de Martín Lutero era: “Me gozo en el juicio”, porque sabía que su inocencia estaba garantizada gracias a los oficios de Cristo, que no sólo es nuestro garante, sino que fue nuestro sacrificio y además, es nuestro abogado defensor (1 Juan 2:1). Otra vez, juez y parte, porque Cristo es el juez (2 Timoteo 4:1) y también el que se ofreció como sacrificio.

Tristes, tristísimos los cristianos que creen que estarán ante un juez que busca encontrar en ellos alguna falla. Si nos presentáramos a cualquier juez humano, ¡por supuesto seríamos hallados faltos! Pero, nos presentamos en el juicio de Dios y allí, en Cristo, todos, tenemos garantizado un resultado de inocencia, porque Jesús mismo es nuestro aval. No hay que temerle al juicio, hay que temer alejarse de Jesús.

Del libro inédito Salmos de vida - 1
Copyright: Miguel Ángel Núñez
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