El silencio de las esclavas



“Entonces ella tomó a Agar, la esclava egipcia, y se la entregó a Abram como mujer. Esto ocurrió cuando ya hacía diez años que Abram vivía en Canaán” (Génesis 16:3)

Lo que hizo Sara no tiene justificación, pero lo que hizo Abraham es repugnante. Sara violentó a su esclava tratándola como si fuera nada más y nada menos que una incubadora, sin derecho a opinar. Pero Abraham, la violó. No se puede usar otra palabra, porque allí no hay consentimiento, hay simple y llanamente un acto vergonzoso y que no tiene la más mínima justificación.

En ocasiones se pretende eximir a los patriarcas de culpa, pero no hay excusa. Un acto es malo aunque quien lo realice cumpla una función espiritual importante.

No era que Abraham fuera ingenuo o no supiera lo que era bueno o malo, tenía 85 años y Sarai 75. Lo que hicieron estaba establecido en el Código de Hammurabi, que en caso de esterilidad de la esposa, ella podría proveer una concubina, generalmente una esclava. El hijo que nacía se consideraba hijo de la esposa y no de la pobre mujer que había sido obligada a concebirlo, a menudo, en contra de su voluntad.

Lamentablemente con este gesto Abraham lo único que hizo fue demostrar su debilidad, y el ceder a las presiones de una esposa demasiado ocupada en el “qué dirán” y en la tradición, que fácilmente olvidó la promesa de Dios y se guió por soluciones humanas a algo que no tenía ningún sentido humano.

En general, las mujeres son invisibilizadas en el relato bíblico androcéntrico y misógino, pero aún más las esclavas, muchas de ellas, a las cuales ni se las recuerda con nombre.

Como señala la escritora Elisa Estevéz López: “las esclavas son las grandes ausentes, las voces silenciadas por excelencia” (Estevéz, 1997: 221). Agar no existió como personaje sino hasta el abandono de Abraham, y aún allí está victimizada y maltratada en un contexto donde lo único explicable es que hay mujeres que tratan a otras mujeres como seres humanos de segunda categoría, y varones, que sienten que las mujeres son solo “cosas”, y algunas, de menor valor que otras, y por lo tanto merecen todo lo que pueda pasarles. Extrañamente eran creyentes.

Del libro inédito Ser mujer no es pecado
Copyright: Miguel Ángel Núñez
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