“Le tocó con la mano” (Marcos 1:41)
Jesús extendió su mano, en silencio, sin aspavientos, sin hacer alarde. La gente se dio cuenta de lo que Cristo estaba por hacer y comenzaron a murmurar sorprendidos y a los segundos, sus temores se cumplieron. Jesucristo, el profeta, el rabino, el hijo del carpintero, el hombre que había venido a romper la tradición, con un sólo gesto, tiró por tierra siglos de tradición. Lo tocó, con un toque suave, firme, y decidido y luego dijo:
—¡Quiero! ¡Se limpio!
Y ese hombre del cual no sabemos ni siquiera el nombre. Que durante años había sido despreciado, maltratado, excluído y dejado a un lado recobró al instante su salud. Su piel, que hasta hace un instante era la de un leproso, ahora estaba más suave que la de un niño. Irradiaba vitalidad.
La multitud no daba crédito a lo que veía. El hombre que había venido con lepra estaba radiante, feliz, con una sonrisa como hace mucho tiempo que no tenía. Jesús se contagió con su alegría y lo abrazó, y la muchedumbre aplaudió.
Más de alguno, los escépticos de siempre, escribas y fariseos que le seguían a todos lados, deben haber creído que todo aquello no era más que una ardid, una forma inteligente de actuar, que el hombre no podría estar realmente sano. Pero, no podían refutar las evidencias. ¿Cómo negar lo que estaba ante sus ojos?
Cristo, extiende sus manos y nos toca. Nos acoge. Nos recibe no cuando estamos sanos, sino cuando estamos enfermos, llenos de pus y hedor, y simplemente nos toca. ¿No es eso maravilloso?
“La lectura es de gran utilidad cuando se medita lo que se lee” (Nicolas Malebranche)
Copyrigh: Dr. Miguel Ángel Núñez. Del libro inédito: Reflexiones al amanecer
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