“Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber?” (Mateo 25:37)
La santidad exhibida es orgullo encubierto. Con los años he aprendido a desconfiar de los que se autodenominan santos y fingen ante los demás estar en un estado de santidad superior. Son los que se convierten en jueces de sus hermanos y en los que no dudan en declamar las penas del infierno para todo aquel creyente que no está viviendo de acuerdo a los estándares de su mal llamada santidad.
En el juicio a las naciones descrito en Mateo 25, llama la atención que las ovejas, es decir, los salvos, no llevan la cuenta del bien que hacen y ni siquiera tienen conciencia de que son buenos. Simplemente, por amor de Dios, por misericordia asumida, por la bondad que han experimentado en sus vidas, actúan de una manera diferente, y enseñan con sus actos que hay un Dios todopoderoso que ama y perdona siempre.
La autoalabanza es señal inequívoca de que se está ante la presencia de alguien que no ha entedido ni ha comprendido la santidad de Dios ni la misericordia divina. Los “santos” que se yerguen como jueces de sus hermanos, demuestran con ese acto que son simplemente, lobos vestidos de ovejas.
Esto es mucho peor cuando la condena viene de un predicador o un pastor, que por vocación, están llamados, a hacer todo lo contrario. Vendar a las que estén heridas y fortalecer a las ovejas débiles (Ezequiel 34:16). Un buen pastor alimenta, cuida, protege, busca, libra, guía, fortalece, cura y consuela. Los asalariados hacen todo lo contrario y con el tiempo, esas ovejas, mueren maltratadas.
“Cada vez que escuche a un hombre que se alabe diciendo que es santo, recuerde que un buen perfume no necesita anunciarse” (Charles Spurgeon)
Copyright: Dr. Miguel Ángel Núñez. Del libro inédito Reflexiones al amanecer
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