“Yo las sacaré de entre las naciones; las reuniré de los países, y las llevaré a su tierra. Las apacentaré en los montes de Israel, en los vados y en todos los poblados del país” (Ezequiel 34:13)
La religión del miedo ha vendido tantas ideas distorsionadas acerca de Dios, que en muchos casos, se necesitarán años de enseñanza bíblica para extirpar los conceptos macabros que han tergiversado por completo el carácter del Señor. Un Dios de amor ha sido presentado como un monstruo arbitrario, vengativo e implacable, no es extraño que tantos cristianos, con su discurso alarmista y manipulador, lo único que logren es espantar a muchos que luchan por creer y los envían directamente a la incredulidad.
Dios quiere ser el pastor de su pueblo. Quiere apacentar a su rebaño. Desea llevar a cada creyente a verdes pastos y aguas de vida. Pero, no puede hacerlo a la fuerza. Forzar a alguien a creer no es la forma en que Dios actúa porque es un acto injusto. Como dice Ezequiel, Dios desea reunir a todos sus hijos, diseminados entre denominaciones, iglesias, credos y naciones. Dios no es elitista ni discriminador, acepta a todo el que se acerque a su trono de gracia confiado en su amor.
Cuando vendemos la idea de que algunos cristianos son más privilegiados que otros, y que Dios tiene hijos predilectos, no nos diferenciamos de los acérrimos y porfiados israelitas que veían la mano poderosa de Dios actuando todos los días, pero aún así desconfiaban de su amor.
Desconfiar del amor de Dios es inventar un dios distinto, uno que está lleno de caprichos y egoísmo, uno que se complace en ritos, ropas y algunos estilos específicos de música. El Dios de la Biblia se goza con la diversidad, con los tonos discordantes y con las mentes que piensan.
“David, no dice: Espero que el Señor venga a ser mi Pastor; él alaba a Dios porque ya es su Pastor” (Peter Jeffery)
Copyright: Dr. Miguel Ángel Núñez. Del libro inédito Reflexiones al amanecer
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