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“Los judíos que no creyeron se llenaron de envidia” (Hechos 17:5)

La envidia arruina amistades, destruye matrimonios, separa familias, destroza imperios y gobiernos, aniquila buenas intenciones, tira abajo empresas y negocios, separa pueblos, siembra sospechas, en suma, la envidia deja una estela de muerte, destrucción y sangre a su paso.

Desde la antigüedad hubo escritores y estudiosos extrañados por esta emoción y que estuvieron dispuestos a estudiarla. Plutarco la distinguía del odio, porque “el odio se origina en la idea de que la persona odiada es mala o quiere hacer mal”, en tanto que “la envidia se experimenta sólo en la confrontación con quien parece ser muy afortunado”. En ese sentido, la envidia “nunca es justa” (Reidl, 2005:127).

Muchas personas tienen miedo de sobresalir, de adquirir algo diferente a los demás, de tener logros sobresalientes o cualquier cosa que los distinga de otro, porque los invade el temor de ser envidiados y en ese contexto recibir algún daño.

Tomás de Aquino en el siglo XIII hablaba de la envidia como una “infelicidad por los bienes ajenos” (Ibid), es decir, en vez de contentarse con lo bien que le ocurre a otros, viven una sensación de tristeza, que les impide gozar de lo que tienen.

Es una pena, pero los envidiosos finalmente sufren, viven un ostracismo emocional que los hace no disfrutar de lo que tienen y de sus propios logros, porque viven pendiente de lo que otros obtienen.

Ver con dolor algo bueno que le ocurra a otra persona, es simplemente, no entender nada. Quienes envidian son dignos de compasión, al final practican el arte de hacer infelices a sí mismos.

“De una amistad con envidia, solo permanecerá la envidia” (José Narosky)

Copyright: Dr. Miguel Ángel Núñez. Del libro inédito Reflexiones al amanecer

#MiguelÁngelNúñez  #Devocionmatinal  #Reflexiones
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