Abrazos sanadores



“Un tiempo para abrazarse” (Eclesiastés 3:5)

Un abrazo es un momento trascendental. Es el instante mismo en que dejamos de ser sólo nosotros y extendemos los brazos para acercarnos a una persona que nos convence de que en la vida hay mucho más que sólo palabras. Si nos abrazáramos más y discutiéramos menos, tal vez, habrían menos guerras y peleas, tanto en el plano sociopolítico como en las familias.

Pero para abrazar no se pueden tener los puños apretados, ni los brazos cruzados, hay que abrir las palmas, extender los brazos en señal de amistad. Es un gesto universal, que cuando se pierde, es señal de que algo mal está sucediendo.

Me encanta esa historia de Jesús recibiendo a los niños. El texto dice que “después de abrazarlos, los bendecía poniendo las manos sobre ellos” (Marcos 10:16), no es extraño que los más pequeños se acercaran confiados porque Jesús exudaba alegría y confianza.

Sólo ese gesto haría toda la diferencia si nos acercáramos a alguien que sufre y lo abrazamos. Si dejáramos nuestros resquemores a un lado y le ofrecemos un abrazo a quien nos maldice o nos desprecia, es probable que alguno no quiera y nos rechace, pero en general, la gente no suele oponerse a recibir un abrazo.

Los abrazos son caricias emocionales que ayudan aún en las circunstancias más difíciles.

Vivimos en una cultura de la sospecha, precisamente porque estos gestos que nos humanizan han ido siendo encajonados en cajones de dolor y desidia. Porque hemos creído que es preferible odiar, despreciar y apartar que abrazar y acercarnos para sellar pactos de amor que nos ennoblezcan y hagan mejor la vida.

En la consulta sé siempre cuando una persona está en condiciones de ser dada de alta, porque está dispuesta a abrazar.

“Abrazándote la vida me traspasa. Estoy entero” (Pedro Aznar)



Copyrigh: Dr. Miguel Ángel Núñez. 
Del libro inédito: Reflexiones al amanecer 


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